
Vladimir Putin fracasó en su afán por conquistar Ucrania “en tres días”. Pero, cien días después lo sigue intentando.
Mantiene su sueño imperial mientras las fuerzas ucranianas apoyadas por Occidente enfrentan a sus tropas en la región del Donbás. El presidente Zelensky rechaza la idea de intercambiar tierra por paz. Este es el balance de estos tres meses de la invasión rusa
Todo estaba centrado en la puja entre Estados Unidos y China. La disputa por quién liderará el planeta en la segunda parte del siglo XXI. Una revolución científico-tecnológica en marcha acelerada y el desafío de la humanidad por sobrevivir a la catástrofe medioambiental y las pandemias.
Esa era la realidad de un mundo golpeado por el Covid-19 y en proceso de recuperación que se modificó el 24 de febrero cuando Vladimir Putin decidió enviar a su ejército a invadir a la vecina Ucrania. Y todo quedó reducido a algo mucho más básico, casi primitivo: autoritarismo contra democracia.
Cien días más tarde, nos encontramos ante un rotundo fracaso del plan primario de conquistar Ucrania en “tres días” como creía Putin, con la ampliación de la OTAN (el tratado de defensa militar occidental) a Suecia y Finlandia, que era precisamente lo que el Kremlin quería evitar a toda costa, y el regreso del esfuerzo bélico al objetivo primario planteado en 2014 cuando Rusia se anexó Crimea e inventó los dos enclaves separatistas de Luhansk y Donetsk.
La guerra quedó centrada en el Donbás, la riquísima zona carbonífera e industrial ucraniana que siempre codició Putin. Las tropas rusas continúan avanzando lentamente y es probable que en unas semanas conquiste la región y la unan por un corredor a los puertos del sur ucraniano y la península de Crimea para proclamar una victoria pírrica de la que aún es prematuro saber cuáles serían las consecuencias.
Mientras tanto permanecen latentes los elementos que podrían modificar todo: el débil desempeño del ejército ruso y la amenaza nuclear.
Las graves fallas de abastecimiento de las tropas que provocaron el fracaso inicial de la toma de Kyiv, así como la de la segunda ciudad, Kharkiv, se repite en el Este a pesar de que allí están a apenas unos pocos kilómetros de la frontera de su propio país.
Los soldados que movilizaron desde las provincias rusas menos desarrolladas de Siberia y el Lejano Oriente continúan mostrando una moral muy baja, así como falta de entrenamiento.
Esa falencia, el Kremlin la está supliendo con la brutalidad de las fuerzas chechenas de Ramzán Kadirov y de los mercenarios del Grupo Wagner. Pero tampoco ha sido suficiente para doblegar la empecinada resistencia que plantan los ucranianos.
Rusia cuenta con 6.375 ojivas nucleares apuntando a Occidente. Eso es lo que le da el poderío militar que hasta ahora no pudo demostrar por otras vías. Y ese es el “argumento” al que recurre Putin y su veterano canciller, Sergey Lavrov, cada vez que pueden.
La amenaza latente desde el fin de la II Guerra Mundial sigue estando ahí mientras el mundo se hace la misma pregunta en los últimos setenta años: ¿será capaz de usar las armas nucleares? La respuesta viene siendo esquiva desde entonces.
Y ahora hay que tener muy en cuenta que en el Kremlin ya no están Brezhnev o Khrushchev, ahora reina Putin y nadie sabe cómo podría reaccionar si se ve acorralado, sin salida y al borde de perder el poder.
Volodymyr Zelensky era un presidente accidental hasta hace poco más de tres meses. Ahora, es un líder respetado a nivel global y con una resiliencia que sólo las personas que están a la altura de las circunstancias pueden mostrar.
No huyó de Kyiv como se preveía y manejó a su país desde los sótanos del centro histórico de la capital ucraniana. Se mostró sereno y firme. Y, sobre todo, hizo gala de su arma más poderosa: las comunicaciones.
Él y su equipo de prensa y propaganda se manejaron en forma magistral hasta armar uno de esos casos de estudio en las universidades. No tuvo un solo fallo. Los mensajes personales cada noche a través de las redes sociales realmente hicieron efecto en los ucranianos que se unieron a su alrededor y crearon la mística que se necesita para que cientos de miles de personas estén dispuestas a dar sus vidas por la tierra en la que nacieron.